I. El diálogo como virtud democrática
1.2. Interpretaciones del diálogo
1.3. El valor de la coexistencia pacífica
III. Los sujetos de la intermediación democrática
IV. Nuevos desafíos del diálogo democrático al final del siglo
4.1. Las razones, los equívocos, las esperanzas
V. La nueva función del diálogo en la democracia: la coexistencia cooperativa
5.1. El diálogo como acuerdo y convergencia
Presentación
La democracia es, sin duda, el régimen político que tiene mayor vocación por el diálogo. Como valor ético de la política y como método para lograr consensos, el diálogo es consustancial a la democracia; permite la comunicación, el conocimiento, la comprensión, la empatía y los acuerdos entre actores políticos. Es también una forma de articulación dinámica entre la mayoría y las minorías, ya que en el proceso de toma de decisiones todos los actores políticos tienen el derecho de expresar sus puntos de vista para ser tomados en cuenta. De ese modo, el diálogo norma las relaciones entre los actores políticos, y entre éstos y la ciudadanía.
En un Estado de derecho democrático los ciudadanos tienen garantías que se vinculan directamente con el diálogo. Las libertades de conciencia, de expresión, de reunión, de asociación o el derecho de petición, por ejemplo, son conquistas que están en la base o suponen el ejercicio del diálogo. Asimismo, la democracia cuenta con instituciones y espacios como el parlamento y las campañas electorales en los que el diálogo --en sus diversas manifestaciones-- es la forma de relación por excelencia entre los actores políticos. El diálogo es, pues, un medio para canalizar racionalmente la pluralidad política y también una forma de producir decisiones políticamente significativas y consensuadas.
Perseverar en el diálogo es importante en una época como la actual, signada por profundos cambios en todos los ámbitos. En efecto, ante las tensiones generadas por la emergencia de la diversidad política, económica, social y cultural es necesario potenciar el diálogo para articular democráticamente las múltiples identidades existentes. El objetivo debe ser la obtención de fórmulas inclusivas de todos aquellos actores que se reconozcan en los propósitos del Estado de derecho democrático como espacio en el que pueden confrontarse legal y pacíficamente los diversos proyectos políticos. El diálogo es un recurso de gran valía para evitar que las tensiones que genera la diversidad tengan como resultado la exclusión, la fragmentación y la violencia.
Una cultura política es democrática cuando las relaciones entre gobernantes y gobernados, ciudadanos, organizaciones y Estado se sustentan en valores como la igualdad política, la libertad, la tolerancia, el pluralismo, la legalidad, la participación, y, por supuesto, el diálogo. Fortalecer la cultura política democrática implica, entre otras tareas, consolidar el ejercicio del diálogo como forma de hacer política.
Precisamente porque el diálogo es un valor y un método de la democracia, el Instituto Federal Electoral publica el presente texto de la doctora Laura Baca Olamendi, quien ha logrado un trabajo cuyo contenido y oportunidad seguramente contribuirán a fertilizar los caminos de la democracia en nuestro país.
Instituto Federal Electoral
La fe en la razón quiere decir confianza en la discusión, en los buenos argumentos, en la inteligencia que dirime las cuestiones obscuras, en contra de la pasión que las hace incluso más turbias y en contra de la violencia que elimina desde el inicio la posibilidad del diálogo.
Norberto Bobbio
I. El diálogo como virtud democrática
1.1. Introducción
Desde tiempos inmemoriales el diálogo se ha valorado positivamente, ya sea que se refiera sólo a un intercambio de opiniones, ya que se relacione con la consecución de acuerdos y compromisos entre las partes. En este cuaderno trataremos de reconocer tanto las diversas interpretaciones acerca del diálogo, como las modalidades con las que se ha expresado en circunstancias históricas concretas. Analizamos, sobre todo, dos dimensiones del diálogo: aquella que lo vincula con una concepción ética de la coexistencia democrática y aquella otra que lo concibe como un procedimiento para la solución pacífica de las controversias. En relación con esta última dimensión es posible sostener que hoy en día un aspecto crucial en la reflexión sobre el diálogo se refiere a los desafíos que enfrenta en cuanto método para encontrar soluciones satisfactorias a las diferentes controversias que se desarrollan en las sociedades contemporáneas de carácter pluralista. En consecuencia, nuestro estudio se concentrará, principalmente, en el análisis de la función que el diálogo tiene en la democracia y, de manera especial, en su valor «instrumental» para la solución de los conflictos.
El presente trabajo se ha dividido en cinco apartados: el primero analiza el diálogo como virtud democrática, y destaca los aspectos normativos y de valor que deben acompañar a esta práctica. El segundo se refiere al diálogo como equidad, en donde a partir del análisis del funcionamiento del régimen democrático se resalta la importancia del coloquio para formar una mayoría y varias minorías en una relación de igualdad que admita la coexistencia entre el consenso y el disenso. El tercer apartado examina el diálogo a partir de los diferentes actores de la intermediación democrática, haciendo referencia, de modo particular, al papel que desempeñan los intelectuales como promotores de la pluralidad, aun cuando también nos referimos al papel que juegan otros actores políticos. En el cuarto apartado se ilustran algunos de los más importantes problemas a los que se enfrenta eldiálogo democrático al final del siglo, examinando las consecuencias que la denominada «crisis de las ideologías» ha provocado en el ejercicio del diálogo como método de convivencia. Por último, se analizan las nuevas funciones del diálogo en la democracia, deteniéndonos en particular en aquellas interpretaciones que promueven el establecimiento de una «coexistencia cooperativa» entre los diferentes grupos que conviven en este régimen con base en los valores de la tolerancia, la cultura laica y el pluralismo.
Nuestro punto de partida es que el diálogo se vincula con una concepción ética de la coexistencia en la democracia. Por lo tanto, resulta necesario analizar el conjunto de valores que son fundamento de la moderna convivencia civil, entre los que destacan, además de los ya mencionados, la paz, el ejercicio del espíritu- crítico, así como el intercambio respetuoso de opiniones. La existencia de estos valores es una condición necesaria para la flexibilización de las distintas posiciones que participan en el diálogo. Sobre la base de tales principios, los miembros de la sociedad democrática desarrollan el diálogo para alcanzar acuerdos y compromisos. Al ser practicado en diferentes contextos históricos, el diálogo refleja en cada momento sus características peculiares. Pero en general se trata de una práctica indispensable de la convivencia, que implica el respeto y la consideración de todas las opiniones. En este sentido, la tolerancia y el pluralismo son condiciones básicas del diálogo, en el cual deben ser admitidos y reconocidos por principio todos los interlocutores en igualdad de dignidad y derechos. En síntesis, el diálogo hace posible que en la relación con el «otro» y el «diferente» pueda desarrollarse un intercambio. Ese intercambio de opiniones posibilita la comprensión recíproca. Dicho en otras palabras: «entre mis ideas y las del otro es necesario establecer una conexión que concilie de manera flexible ambas posiciones». En este contexto, el diálogo en su más alta expresión puede ser considerado como una virtud cívica de carácter democrático desde una doble perspectiva: por un lado, porque evita el recurso de la coerción y la violencia y, por otro, porque abre la posibilidad de cambiar libremente de opinión sin que exista represalia alguna. El imperativo del diálogo democrático, en consecuencia, es el de no usar la violencia en contra del disidente, es decir, en contra de quien profesa ideas distintas.
El diálogo también da vida a las «reglas del juego» con las que se toman las decisiones colectivas en un régimen democrático, contribuyendo de manera decisiva a su buen funcionamiento y expansión. La importancia de lo anterior es evidente: en una democracia, las decisiones se deben adoptar bajo la «regla de la mayoría», pero cuidando siempre de no vulnerar los derechos de las minorías.
El diálogo se relaciona inevitablemente con la existencia del otro, de la contraparte. Dicho de otra manera, la condición necesaria del diálogo es la existencia, por lo menos, de dos puntos de vista diferentes que, sin embargo, pueden relacionarse entre sí al establecer la posibilidad de construir un acuerdo basado en supuestos comunes. Por lo tanto, y de acuerdo con algunos estudiosos, «la actividad política se sitúa en un espacio público en donde los ciudadanos pueden encontrarse, intercambiar opiniones y confrontar sus diferentes puntos de vista, buscando una solución consensual a sus problemas colectivos».1 Desde esta óptica, la política representa el espacio de la presencia común, en donde pueden surgir, articularse y ser analizadas cuestiones de interés público desde diferentes perspectivas.
Entre las prácticas que se contraponen al diálogo, y por ende a la democracia, podemos considerar el monólogo y la indiferencia, entendidas ambas actitudes como la negación de uno de los actores y, en casos extremos, como una negación recíproca. No debemos olvidar que estos comportamientos se encuentran en la base de todas las intolerancias. Frente a ello, resalta el valor de una coexistencia pacífica de tipo cooperativo en la que prevalecen las garantías necesarias para que los ciudadanos expresen sus opiniones libremente, haciendo posible la adopción de acuerdos entre los diferentes actores orientados a fortalecer la pluralidad democrática. De esta manera, el poder público obtiene beneficios de la existencia de una ciudadanía libre e igual en cuanto cuerpo colectivo. Para que «la política pueda realizarse no es suficiente tener un grupo de individuos que voten separada y anónimamente con base en opiniones privadas, sino que es necesario que estos individuos puedan encontrarse y dialogar en público, en un espacio compartido en el que sus diferencias y sus puntos en común puedan emerger y convertirse en el objeto de un debate democrático».2 Así, el diálogo se constituye en fundamento de la democracia moderna y ello se refleja institucionalmente en la existencia de un equilibrio entre una mayoría en el poder y una serie de minorías que aspiran a convertirse en mayoría mediante los mecanismos previstos por la ley. Al permitir el respeto a las opiniones diferentes, el diálogo se revela como una práctica útil y necesaria para la convivencia democrática que se traduce en la posibilidad concreta de encontrar puntos de acuerdo que permitan la coexistencia cooperativa del consenso y del disenso. Debemos señalar que la coexistencia entre estos dos procesos supone el diálogo democrático a condición de que el consenso no sea total ni el disenso tenga un carácter extremo e irreductible. Por el contrario, en una democracia el diálogo contribuye a equilibrar las diferentes posiciones y a evitar la ruptura de las reglas y de los procedimientos a través de los cuales se desarrolla la convivencia pacífica entre ciudadanos con iguales derechos y obligaciones.
Entre los sujetos de la democracia encargados de promover este «intercambio» se encuentran, además de los individuos en cuanto ciudadanos, toda una serie de organizaciones de carácter político, social, cultural o religioso, como son los partidos, los sindicatos y los grupos de presión, que además de representar diferentes expresiones individuales y colectivas tratan de promover, legítimamente, sus propios puntos de vista.
Otro aspecto relevante del diálogo se refiere al redimensionamiento de su función frente a los nuevos desafíos del régimen democrático. El proceso de transformaciones políticas, sociales y culturales que acompaña el final del siglo XX ha señalado el límite de algunas prácticas y principios que caracterizaron la forma tradicional de funcionamiento del gobierno liberal democrático. El derrumbe del denominado «bloque socialista» ha dejado patente la necesidad de discutir acerca de los nuevos mecanismos de la convivencia civil en un mundo en el que el régimen democrático aparece, con todas sus imperfecciones, como el único espacio posible de la coexistencia pacífica. En este sentido, analizaremos algunas de las múltiples tensiones que actualmente aquejan a este régimen, señalando tanto sus razones y sus equívocos como las esperanzas de la nueva era que se dibuja en el horizonte.
1.2. Interpretaciones del diálogo
Diálogo procede del latín dialogus y del griego dlálogos, lo que podría traducirse como un discurso («lògos») entre («diá») personas. En este sentido, el diálogo significa el establecimiento de una «comunicación o conversación alternativa con el otro».3 El concepto es muy antiguo y conservamos testimonio de ello, por lo menos, desde los pensadores de la Grecia antigua. Innumerables han sido los estudiosos que han utilizado este término para ilustrar las diferentes bondades que se derivan de su práctica. Cabe señalar que el diálogo se ha desarrollado en una multiplicidad de ámbitos de la vida social como, por ejemplo, el religioso, el cultural o el político. Esto acontece sobre todo cuando las tensiones que surgen de la convivencia humana han hecho necesaria la búsqueda de soluciones que permitan superar los problemas. Por lo tanto, remover los obstáculos para el entendimiento ha sido una de las más altas aspiraciones del diálogo en todas las épocas. En efecto, a lo largo de la historia de las instituciones y de las doctrinas políticas se ha planteado, de modo recurrente, una serie de dilemas en relación con la convivencia y la búsqueda de soluciones satisfactorias para los miembros de la Polis. De ahí que las reflexiones sobre el diálogo transitaran desde el pensamiento helénico hasta el de la Ilustración, en cuyo marco la concepción sobre el diálogo se perfecciona y aparece como un método racional para la solución de las controversias, que tiene por fundamento la tolerancia y el espíritu laico. La primera, como fruto de la libertad de pensamiento y del Estado secular; el segundo, como producto de la consagración de los derechos del hombre y del ciudadano. No obstante, la adquisición de estos valores por la sociedad moderna y la capacidad de llegar a acuerdos por medio de la discusión se ha enfrentado a dificultades casi siempre referidas al reconocimiento de la diversidad. Por estas razones, complejidad, diversidad y pluralismo son procesos que involucran el diálogo.
Entendido como intercambio de opiniones, el diálogo ha sido un tema ampliamente examinado en la historia de las ideas políticas. En realidad, existe una gran cantidad de autores y corrientes que han realizado un «elogio del diálogo», colocándolo como principio y parte integrante de la cultura y del patrimonio de la humanidad. Baste pensar en los sofistas griegos, quienes fueron maestros y consejeros de muchos hombres políticos de su tiempo. Para Platón (428-347 a.C) aquel que sabe preguntar y responder es representado por «el práctico o el especialista del diálogo». Este autor sostiene que la contemplación «de la realidad inteligible es efecto del arte del diálogo «. Es en esta línea que puede explicarse la desconfianza de Platón hacia los discursos escritos, sobre todo por dos razones: por un lado, porque el discurso escrito no permite responder a quien formula cuestionamientos y, por otro, porque no permite elegir a sus interlocutores, impidiéndose, de este modo, el diálogo. Quizá sean éstas las causas que llevaron a Sócrates (470-399 a.C) a no escribir y a concentrar toda su actividad en la conversación con sus discípulos.
Norberto Bobbio nos ha recordado otro célebre diálogo de dicha época, aquel que se llevó a cabo entre tres personajes persas a propósito de la mejor forma de gobierno que debería ser instaurada en Persia después de la muerte de Cambises. La importancia de este diálogo, que Herodoto consigna en sus Historias, se debe a que tanto Otanes (que defiende el gobierno popular y condena la monarquía), como Megabyzo (que postula una defensa de la aristocracia al tiempo que reprueba tanto el gobierno de uno solo como el gobierno del pueblo) y Darío (quien apoya la monarquía y censura tanto el gobierno del pueblo como el gobierno de pocos), desarrollan un intercambio de propuestas en el que «cada uno de los tres interlocutores, mientras manifiesta un juicio positivo de una de las tres constituciones, patentiza un juicio negativo de las otras dos».4 La relevancia de lo anterior radica no sólo en el hecho de resaltar la reflexión de los griegos sobre los asuntos de la política sino, y principalmente, en la fuerza que los pensadores clásicos atribuían al método del diálogo y la argumentación. En consecuencia, en el pensamiento antiguo, por lo menos hasta Aristóteles (384-322 a.C), predomina la idea de que el diálogo no solamente es uno de los modos en que puede expresarse el discurso filosófico, ya que éste no es realizado nada más por el filósofo, sino que más bien representa «un acto de conversar, discutir, preguntar y responder entre personas asociadas en el común interés por la investigación».5
En realidad, el diálogo ha sido con frecuencia caracterizado como una forma de expresión filosófica que se coloca, por lo tanto, en el ámbito del «deber ser». Otro ejemplo lo encontramos en Cicerón (106-43 a.C), quien debe en gran medida su importancia a su capacidad para exponer en forma clara las doctrinas de los filósofos griegos utilizando el diálogo como criterio de verdad. Recordemos al respecto su obra Sobre la naturaleza de los dioses. San Agustín (354-430 d.C) también se inscribe en esta tradición al considerar, en La ciudad de Dios, que el diálogo representa uno de los caminos para encontrar la verdad: «la duda presupone, por su verdadera naturaleza, una relación del hombre con la verdad». Por su parte, Galileo (1564-1642), en sus Diálogos acerca de dos nuevas ciencias, reelabora los conceptos de razón y experiencia, de inducción y de deducción, construyendo un sistema de ideas generales que «debe prevalecer definitivamente» en la especie humana, con el objeto de terminar con «las crisis revolucionarias que atormentan a los pueblos civilizados». El diálogo formaría parte esencial de ese nuevo sistema de ideas.
Descartes (1596-1650), en su Tratado sobre las pasiones, postula la libertad de pensar, ya que para él no existe autoridad superior al intelecto. En esta misma línea de pensamiento es posible recordar que tanto David Hume (1711-1776) como John Locke (1632-1704), consideraron que el hombre puede concebir las ideas de los modos más arbitrarios o fantásticos imaginables hasta los extremos, defendiendo así el principio de libertad de pensamiento como uno de los fundamentos del diálogo. Después de la Revolución Francesa, y del impulso a la idea de ciudadano con derechos y obligaciones que ésta implica, la libertad de pensamiento habría de convertirse en libertad política, uno de los presupuestos fundamentales del diálogo democrático. El reconocimiento de estos derechos y obligaciones hizo posible el desarrollo del Estado liberal, y con él, el surgimiento del marco normativo y jurídico que habría de garantizar que el diálogo se lleve a cabo en condiciones de equidad entre los diferentes actores sociales y políticos.
La época contemporánea no ha sido ajena a la reflexión sobre el diálogo. Han sido muchos los pensadores que han contribuido a formular toda una amplia gama de interpretaciones orientadas a caracterizar las condiciones necesarias y suficientes para que el diálogo pueda llevarse a cabo. La mayor parte de los autores que abordan el problema desde la perspectiva de la comunicación han considerado el llamado «problema del otro». Destaca entre estos estudiosos el filósofo Martin Buber (1878-1965), quien en su obra Vida dialógica afirma que el sentido fundamental de la existencia humana debe remitirse al principio dialógico, es decir, «a la capacidad de estar en relación total con la naturaleza, con otros hombres y con las entidades espirituales». Para Buber, el diálogo es una «comunicación existencial entre yo y tú». Distingue dos tipos de diálogo: el falso y el verdadero. El primero puede ser llamado monólogo y significa que los hombres creen que se comunican mutuamente cuando lo único que hacen, en realidad, es alejarse unos de otros. En contraposición al monólogo, el diálogo verdadero sería aquel en el que se establece una «relación viva» entre las personas.
Otro autor que ha contribuido al análisis de esta problemática es Miguel de Unamuno (1864-1936), quien se preocupó principalmente por llevar la actitud dialogante hasta sus últimas consecuencias al colocarla en el interior de cada ser humano. Steli Zeppi y Aldo Testa sostienen que el diálogo tiene sentido sólo en tanto se funda «en el encontrarse recíproco del yo y el otro». De acuerdo con el camino que han marcado las diferentes interpretaciones, es posible sostener que la idea de diálogo ha avanzado en la historia de las instituciones y las ideas políticas a través de la discusión de las tesis de los otros y de la polémica respetuosa en diferentes direcciones.
No quisiéramos concluir este breve recorrido sin hacer referencia a un autor contemporáneo fundamental: Jürgen Habermas, quien en su Teoría de la acción comunicativa establece una interesante propuesta relativa a la «comunicación libre de dominio». Para Habermas cada enunciación de normas morales tiene una pretensión de validez, que implica la capacidad de argumentar mediante motivaciones racionales. Lo anterior supone que la argumentación se dirige a otros que, a su vez, son capaces de evaluar las razones ofrecidas por el interlocutor en la discusión. Por lo tanto, sostiene Habermas, la acción comunicativa es aquel comportamiento lingüístico que se dirige a los otros en la búsqueda de un acuerdo, en vista de acciones comunes, y es distinta de la acción estratégica, que se orienta a la obtención de ciertos comportamientos no mediante la persuasión racional, sino a través de otros medios como pueden ser la amenaza y el engaño.
1.3. El valor de la coexistencia pacífica
El régimen democrático fundamenta su existencia en una revalorización de la política, entendida principalmente como un medio para el establecimiento de pactos y acuerdos. Según la filósofa alemana Hannah Arendt, la política representa la experiencia de compartir un «mundo común» por parte de una diversidad de sujetos. En este sentido, las posibilidades del diálogo se encuentran determinadas por la capacidad de los distintos actores para enfrentar situaciones conflictivas mediante la negociación. En consecuencia, la coexistencia pacífica implica compatibilizar distintos intereses que se manifiestan en las sociedades pluralistas, evitando las tentaciones del autoritarismo que consideran como única interacción posible con el adversario aquella que busca eliminarlo. En esta perspectiva el ejercicio del diálogo, por más inmediato y reducidoque sea su alcance, posee un carácter constitutivo, ya que al rendir sus frutos en forma de acuerdos e intercambios refuerza dicha coexistencia pacífica. El diálogo debe concebirse, entonces, como una ampliación de los procesos de legitimación del funcionamiento del sistema político que responden a la dinámica de los distintos actores sociales. De esta forma, en una democracia el diálogo debe aparecer como parte integrante de un sistema de expectativas, de reconocimientos mutuos y de garantías recíprocas entre los actores sociales.
Un promotor del diálogo como coexistencia pacífica en la democracia ha sido el filósofo italiano Norberto Bobbio quien, al referirse a las relaciones entre política y cultura, formula una «afinidad electiva» con el principio del diálogo, haciendo del coloquio, de la conversación y del intercambio racional su núcleo principal. En efecto, la referencia al diálogo ha ocupado un lugar privilegiado en sus escritos, en los que considera al coloquio como un ejercicio capaz de estimular las convicciones democráticas que se manifiestan en una determinada sociedad. Al analizar las características básicas del diálogo democrático este autor evidencia de modo claro su naturaleza política, así como las modalidades que adquiere cuando lo practican los distintos actores políticos. En este sentido, el filósofo turinés otorga al diálogo una «naturaleza ético-política» particularmente importante en el mantenimiento de la coexistencia pacífica. Esta valoración atañe al conjunto de procedimientos que en una democracia garantizan la posibilidad de soluciones diferentes a un mismo problema, reconociendo como válida la existencia de interpretaciones diversas acerca de una misma realidad. Abogar por el ejercicio del coloquio ha sido una de sus constantes preocupaciones en la medida en que en una democracia el diálogo representa una modalidad privilegiada del «hacer política»que intensifica los contactos y la interacción. Lo loable de la posición asumida por Norberto Bobbio consiste en que ha mantenido la defensa del diálogo incluso bajo circunstancias y contextos que no siempre fueron propicios para el desarrollo democrático, como el periodo de la Guerra Fría.
1.4. El diálogo como mediación
En la democracia la mediación se encuentra referida de manera primordial a los métodos, reglas y pautas --de carácter formal e informal-- del que hacer político y, por esta vía, a las modalidades con las que se articulan la mayoría y las minorías. La mediación se refiere a la interacción entre las acciones de los disidentes y las de quienes manifiestan su conformidad con una situación determinada. La mediación fundada en el diálogo desempeña un importante papel en la adecuada articulación entre ambos elementos; puede representar una actitud que facilita el acuerdo en la medida en que las partes aceptan ceder en sus posiciones originales.
Para ilustrar la importante función que el diálogo puede desempeñar en una democracia consideramos necesario hacer referencia a un contexto político-cultural en el que la mediación hizo posible el encuentro entre posiciones divergentes. Dicho ejemplo histórico, en el que se presenta con mucha nitidez una situación de fuertes contraposiciones, es precisamente el de la Guerra Fría. Cabe señalar que en este periodo se exacerbó la fórmula del «o de un lado o del otro». Muchas de las tensiones que caracterizaron esta circunstancia histórica pudieron resolverse, al menos relativamente, a través del diálogo, no obstante que durante este periodo los diferentes actores políticos se enclaustraron en una gran contraposición de bloques políticos e ideológicos.
Como se recuerda, el periodo de la Guerra Fría representó una época flagelada por grandes antagonismos políticos e ideológicos en donde los diversos sujetos se encontraban obligados, de algún modo, a tomar posición en uno u otro bando, es decir, debían escoger, como ya lo señalamos, entre el estar «o aquí o allá». Tal disyuntiva se presentaba en diversos términos: Occidente versus Oriente; capitalismo versus comunismo; democracia versus autoritarismo; barbarie versus civilización. Bajo estos binomios se establecían los términos políticos e ideológicos de la disputa.
En Italia, sin embargo, y a pesar de las contraposiciones existentes, muchos intelectuales no se comprometieron de manera irreversible con alguna de las partes y, por lo tanto, evitaron colocarse de uno u otro lado de la «línea de batalla». Al promover el diálogo6 manifestaron ser conscientes de la responsabilidad que tenían como transmisores de ideas y de valores, al tiempo que propugnaron por la necesidad de llevar a cabo una función de mediación entre las partes la cual, como sabemos, es una fórmula difícil e inestable en tiempos de crisis y de cambio. De este modo, el diálogo propició el establecimiento de contactos entre las diferentes posiciones políticas. El valor de esta actitud favorable al diálogo es mayor si recordamos que cada una de las partes defendía con intransigencia la validez de sus propias posiciones, descalificando a todos aquellos que no profesaban las mismas ideas.
Por eso, frente a las alternativas rígidas, Bobbio sostuvo que «el mejor medio que los hombres pueden utilizar para liberarse a sí mismos y a los demás de los mitos es romper con el silencio, para reestablecer la confianza en el coloquio».7 Desde esta perspectiva, propuso una política orientada en la 0dirección de «una discusión razonada y en contra de la terquedad del silencio y de la vanidad de la prédica edificante».8
Por lo tanto, diálogo y democracia resultan ser conceptos que se relacionan estrechamente en la medida en que promueven una función de mediación entre las partes.
1.5. La invitación al coloquio
El diálogo, en consecuencia, puede ser considerado como un deber ético-político del conjunto de ciudadanos que integran la comunidad política. En una época saturada de contrastes, resulta de fundamental importancia considerar que «más allá del deber de entrar en la lucha, existe () el derecho de no aceptar los términos de la lucha así como han sido puestos, sino que, por el contrario, es necesario discutirlos y someterlos a la crítica de la razón».9 Lo que resulta fundamental en un periodo donde «florecen los mitos consoladores y edificantes» es el compromiso para iluminar con la razón las posiciones en conflicto. En otras palabras, resulta fundamental poner a discusión las pretensiones de unos y otros para restituir a los hombres armados de ideologías contrapuestas la confianza en el coloquio, reestableciendo, junto con el derecho de la crítica, el respeto por la opinión diferente. La invitación al coloquio se dirige a los diversos interlocutores y busca que éstos «no renuncien a ejercer una actitud crítica, anteponiéndola a las certidumbres dogmáticas».10
Recordemos que el prejuicio, además de promover el fanatismo, evita el ejercicio de la crítica de la razón y obstaculiza el debate y el establecimiento de acuerdos. Según Bobbio, en una época en continuo cambio la contraposición se da entre una cultura insensible a los problemas de la sociedad y separada de la política --considerada sinónimo de poder-- y una cultura extremadamente politizada que absolutiza su compromiso y convierte sus postulados en dogmas de fe. La democracia favorece el establecimiento de una comunicación entre los distintos puntos de vista, que intenta poner a discusión los fundamentos de cada posición. Se trata, en síntesis, de reivindicar un procedimiento racional que permita establecer «reglas del juego» que hagan posible el establecimiento de acuerdos entre las partes. El carácter ético-político del «diálogo» está representado por la capacidad para oponerse a cualquier tipo de dogmatismo por medio del intercambio de ideas y del ejercicio del espíritu crítico, entendido como reflexión metódica en contra de la falsificación de los hechos, que es propia del fanatismo.
II. El diálogo como equidad
2.1. Democracia, idea rectora
Analizar la función del diálogo en la democracia nos permite caracterizar brevemente el sistema de reglas y procedimientos, así como de valores y principios que la conforman. Tal delimitación conceptual resulta necesaria toda vez que, actualmente, con el término democracia se hace referencia a muy distintos fenómenos e instituciones de la vida social y política.
Lo anterior ha provocado que esta noción pierda precisión conceptual.11 La extensión del concepto democracia deriva, en parte, del hecho de que a partir de la Segunda Guerra Mundial con él se hacía referencia a distintos tipos de regímenes políticos, a pesar de las profundas diferencias que entre ellos existían. Frente a la confusión terminológica, algunos autores han considerado más apropiado utilizar el concepto poliarquía como una posible alternativa a la ambigüedad del concepto democracia.12 La definición clásica de democracia considera que el poder es legítimo sólo cuando deriva del pueblo, pero el principal problema que conlleva esta definición es que, en los tiempos que corren, no resulta tan claro quién es el sujeto políticamente relevante cuando hablamos de «pueblo»: todos, la mayoría absoluta o la mayoría calificada. Referirnos a esto es importante, en primer lugar, porque con la concepción «hiperdemocrática» del todos es posible prácticamente la legitimación de cualquier régimen político, ya que la generalidad de esta acepción permite justificar incluso el ejercicio tiránico del poder; en segundo lugar, porque con la interpretación de la mayoría absoluta nos acercamos al límite de ruptura de la regla democrática, ya que si la mayoría ejerce sin más su poder sobre la minoría el sistema puede degenerar cuando el 51% triunfante cuenta por todos y el 49% de los que perdieron no cuentan para nada; finalmente, la concepción que más se acerca al modo de funcionamiento de las democracias pluralistas es aquella de la mayoría calificada, en donde, para decirlo con Giovanni Sartori, «la mayoría prevalece sobre las minorías, pero éstas también cuentan», es decir, se reconoce la capacidad de mando de la mayoría, pero al mismo tiempo se tutelan los derechos de las minorías, que en una democracia son inalienables y principio fundamental para el establecimiento del diálogo.13
No obstante que con el término democracia se pueden entender muchas cosas, existe una brújula para orientarnos. Norberto Bobbio ha establecido dos importantes elementos para la caracterización de la democracia: en primer lugar, un complejo de instituciones o de técnicas de gobierno que están representadas por el sufragio universal, la división de poderes, el reconocimiento de los derechos civiles, el principio de mayoría y la protección de las minorías. En este ámbito, establece la premisa de una igualdad democrática de las oportunidades, que es también una de las condiciones del diálogo. El segundo elemento característico de la democracia, de acuerdo con este autor, es la existencia de un centro ideal que representa no los medios o los procedimientos, sino los fines que se quieren alcanzar. En este sentido, la democracia puede ser caracterizada a partir de los valores que la inspiran y a los cuales tiende este particular tipo de régimen político. Es claro que si queremos no solamente entender qué cosa es la democracia sino también darle una justificación, debemos analizar, en efecto, los fines a los que se orienta. De acuerdo con Bobbio, el «fin desde el cual nos movemos cuando queremos un régimen organizado democráticamente es la igualdad».14 Al respecto, también otros autores han considerado este concepto como una de las claves para entender la democracia, al afirmar que si bien la igualdad política es un atributo artificial que los individuos adquieren cuando acceden a la esfera pública, aquélla sólo puede ser garantizada por las instituciones políticas democráticas.15 De ahí que Bobbio niegue que el concepto democracia sea tan elástico que se pueda estirar tanto como se quiera: «Desde que el mundo es mundo, democracia significa gobierno de todos o de los muchos o de los más, contra el gobierno de uno, o de los pocos o de los menos».16 Esta caracterización hace posible el estudio del problema de la democracia a partir de una doble dimensión: como conceptualización de un régimen ideal y como definición empírica de las realizaciones concretas del principio democrático. En resumen, una definición normativa o prescriptiva de la democracia se refiere, por un lado, al conjunto de normas y valores que constituyen la concepción de la democracia ideal y, por el otro, a una definición empírica que se refiere al funcionamiento real de la democracia en los diferentes países. La prescripción es tan importante como la descripción, ya que «lo que la democracia sea no puede separarse de lo que la democracia debiera ser». Las instituciones y los ideales democráticos «son las dos caras de la misma moneda, y quien considera poder tener una sin la otra termina tarde o temprano por perder las dos».17 Desde el punto de vista político, esto significa que las diferentes identidades colectivas pueden emerger mediante un proceso de discusión y argumentación pública en el cual los diferentes ideales pueden ser articulados y reformulados en condiciones de igualdad. Si la ciudadanía se fundamenta en un proceso de deliberación activa, su valor reside en la posibilidad de establecer formas de identidad colectiva que pueden ser reconocidas, convalidadas y transformadas mediante un diálogo democrático y racional.18
El valor de la equidad en relación con el problema del diálogo representa un principio de la mayor significación. Representa iguales oportunidades de expresarse para los individuos. En las sociedades pluralistas, y justamente en razón de las diferencias existentes en su seno, debe tener vigencia el principio de simetría, es decir, el principio del respeto por la igual dignidad de cada uno de los individuos. El principio de equidad se refiere, en consecuencia, a la distribución de aquellos bienes de la ciudadanía que se concretan en la capacidad de cada individuo para asumir las responsabilidades que implica la convivencia. En este sentido, para analizar en lo particular los problemas de la coexistencia entre posiciones diferenciadas en las modernas sociedades es necesario profundizar en los elementos que integran el diálogo democrático: de un lado, el respeto a la mayoría y la protección de las minorías y, del otro, sus modalidades de expresión a través del consenso y del disenso.
2.2. El equilibrio entre mayoría y minorías
Un aspecto importante y ya mencionado de la función del diálogo en la democracia se refiere al necesario equilibrio que debe existir entre la mayoría y las minorías. Esto es relevante si consideramos que en la democracia la mayoría representa el consenso del mayor número. El principio de la mayoría, que se fundamenta en el ejercicio del sufragio universal, se contrapone a la regla de la unanimidad, típica de los regímenes no democráticos. El principio de la mayoría es uno de los elementos fundantes del orden democrático. La regla de la mayoría desarrolla su función en una sociedad en la cual la voluntad colectiva es el resultado de la suma de las diversas partes que la integran. A través del diálogo dichas partes, que pueden ser individuos o grupos, forman una voluntad colectiva por medio de recíprocas concesiones, fundamentadas en el principio de «dar para recibir» como una de las modalidades para la solución de los conflictos.
Debemos recordar que una de las características básicas del régimen democrático es la libre elección del ciudadano entre consenso y disenso, es decir, entre mayoría y minorías. Por lo tanto, para que el ciudadano sea libre de consentir o de disentir «es necesario que ni el consenso ni el disenso sean impedidos».19 En esta perspectiva, la democracia puede ser concebida como un complejo de instituciones y de técnicas de gobierno que reconoce el principio decisional de carácter mayoritario, protegiendo en cualquier caso a las minorías. Este equilibrio entre mayoría y minorías resulta vital si tomamos en cuenta que en las sociedades complejas la gobernabilidad resulta más frágil en virtud de la pluralidad de intereses que allí se expresan. La confrontación democrática asegura el establecimiento de acuerdos entre los diferentes actores, evita la exclusión o la nulificación de alguno de los contendientes y garantiza la gobernabilidad. De lo que se trata es de hacer lícito y de institucionalizar el disenso. En esta lógica, ninguna decisión tomada por la mayoría debe limitar los derechos de las minorías, particularmente su derecho a convertirse en mayoría. La regla de la mayoría debe aplicarse haciendo prevalecer el principio de reciprocidad y de equidad entre los ciudadanos. Cuando en el discurso democrático se hace mención al problema de la equidad se habla, sobre todo, de la igualdad de derechos, una de las ideas centrales de la tradición liberal.
El diálogo fundamenta, como hemos insistido, la coexistencia cooperativa entre los diversos grupos sociales. Tal coexistencia favorece un intercambio democrático, permite el establecimiento de pactos y la solución pacífica de las disputas. En este sentido, el diálogo tiende a reducir los niveles de conflicto. Por otro lado las reglas del juego, que en la democracia representan un conjunto de procedimientos para la adopción de las decisiones políticas, resultan impensables al margen del diálogo en la medida que establecen el modo a través del cual se deben tomar dichas decisiones. En efecto, las reglas de procedimiento de carácter democrático prescriben las modalidades del diálogo, o dicho de otra manera, cómo es que se debe decidir. Un cómo siempre incluyente y apegado a la ley. Por su parte, los aspectos que se refieren al contenido de las decisiones son materia primordial de los acuerdos que derivan del mismo diálogo democrático. En otras palabras, el qué cosa decidir es un ámbito específico que debe ser pactado mediante el diálogo entre los ciudadanos o entre sus representantes. En todo ello resulta necesario reivindicar los valores de la tolerancia, la razón crítica y el pensamiento laico como principios rectores del diálogo en la democracia.
2.3. El diálogo entre consenso y disenso
En relación con el sano equilibrio que debe existir entre mayoría y minorías, Bobbio nos ha propuesto la siguiente fórmula que permite identificar a las democracias liberales: «cualquier forma de disenso es admitida, excepto aquellas que están expresamente prohibidas»,20 mientras que considera que la fórmula de los autoritarismos podría ser: «cualquier forma de disenso está prohibida excepto aquellas que son expresamente admitidas». Al respecto debemos precisar que cuando hablamos de consenso nos referimos esencialmente a una concordancia entre voluntades y, por lo tanto, a un acuerdo de opiniones. En contraposición, el disenso se relaciona con la divergencia y la falta de acuerdo entre las partes. De este modo, resulta claro que así como el diálogo permite construir acuerdos también posibilita la expresión de desacuerdos sobre determinadas ideas o concepciones. A lo largo de la historia han existido diversas corrientes de pensamiento que han postulado la necesidad de que la sociedad funcione sobre la base de un acuerdo total. En varias de estas concepciones la convivencia social se basa en la certeza de cierto conjunto de valores y en la confianza de que el conflicto puede ser eliminado. En ellas, la relación consenso-disenso aparece generalmente como una relación entre fisiología y patología: «cada concepción totalizante de la sociedad tiende a considerar al disenso como un error respecto de la verdad sobre la cual todo aparece, o como enemistad en relación con el grupo cohesionado por el consenso de los valores, o por lo menos como una disfunción».21 Otras vertientes totalizantes plantean la necesidad de un consenso absoluto sobre los valores últimos de la sociedad, como pueden ser la raza, la nación, la clase o el partido. Estas últimas concepciones comulgan ya sea con el utopismo o con formas de gobierno autoritarias o totalizantes.
Frente a ellas, otras teorías privilegian el cambio y el conflicto. Dichos enfoques, conocidos como concepciones «pluralistas» e «individualistas», reivindican la tolerancia y el relativismo de los valores y, por tal motivo, se fundan «en el valor del disenso como una expresión de la libertad de participación de los individuos y/o grupos en la vida cultural y política de la sociedad».22 En nuestras sociedades el liberalismo, entendido como la teoría de los límites del poder y como fundamento de la democracia, representa la doctrina política más vinculada a la formación del consenso como un compromiso razonable entre ciudadanos, que garantiza la libertad y la expresión de los distintos puntos de vista. En esta perspectiva se considera al disenso como uno de los elementos propulsores de la democracia. Diversos teóricos de la democracia han considerado que en la actualidad el binomio consenso-disenso tiene una función institucional en la medida en que puede ser incorporado en el diseño de la estructura política. Debemos recordar que el disenso representa un momento fundamental en el proceso de emancipación del hombre ya que, como lo expresó Manuel Kant (1724-1804), significa la posibilidad de que el ser humano salga de su minoría de edad al liberársele de «la aceptación acrítica y permitírsele ejercer públicamente la propia razón».23 Por lo tanto, el binomio consenso-disenso puede ser entendido, también, como conformidad o inconformidad con un determinado sistema normativo o institucional. Dichas manifestaciones de acuerdo y desacuerdo deben expresarse, justamente, a través del ejercicio del diálogo. Debemos precisar que la conformidad del individuo con la regla de la mayoría no significa consentimiento absoluto, pues existe también la posibilidad de poder resistir --en formas diversas, pero siempre dentro del marco de las leyes democráticamente aprobadas-- las decisiones adoptadas. La existencia del consenso y del disenso moderados representa, en esta lógica, una condición de la confrontación democrática. Un disenso extremo --esto es, sobre las reglas mismas del juego-- que desborda los cauces institucionales pone en riesgo al régimen democrático, las bases de la pluralidad y la propia existencia del disenso.
En contrapartida, en una democracia no todos pueden estar de acuerdo en todo. El «consenso total» no sólo impide la proliferación de las opiniones discordantes de los distintos grupos sociales, sino que también nulifica el diálogo y condena cualquier expresión disidente por considerarla perniciosa para el orden político, ya que «un régimen que requiere de un consenso unánime, es decir, que considera que un sistema político, para ser legítimo, debe estar fundado sobre el consenso de todos, ninguno excluido, no puede obtener los resultados esperados --sin contar con la improbabilidad de la unanimidad en una sociedad compleja-- sino imponiendo el consenso obligatorio».24 En las sociedades contemporáneas, caracterizadas por su acentuado pluralismo, resulta imposible la existencia de dicho «consenso unánime». En este punto es necesario distinguir entre el «consenso obligatorio», que implica la prohibición del disenso, y el «consenso libre», cuya renovación periódica a través de los procedimientos electorales representa una de las pruebas fundamentales para la legitimidad democrática.
De la historia de las instituciones políticas es posible extraer una gran cantidad de experiencias en las que una convivencia respetuosa entre consenso y disenso ha contribuido a fortalecer las libertades y el pluralismo y, por esa vía, los procesos de democratización. La tensión entre consenso y disenso representa un momento constitutivo del proceso democrático. El ejercicio del diálogo ha permitido muy frecuentemente la ampliación del consenso, lo que ha influido decisivamente en el proceso de consolidación de las diversas formas institucionales democráticas. En lo que se refiere a la libertad de disenso, ésta se encuentra en la base de la democracia. Como lo sostiene Dankwart Rustow: «o la guerra y lo desconocido o el compromiso y un régimen democrático».25 La democracia de carácter pluralista puede ser caracterizada, entonces, como el gobierno de las diferencias, en el que la manifestación del desacuerdo favorece las libertades civiles, enaltece los valores de la libre expresión y de la convivencia tolerante y pacífica entre sus miembros, al tiempo que fortalece la legitimidad del régimen.
III. Los sujetos de la intermediación democrática
3.1. Los propiciadores de la pluralidad
En el espacio del diálogo también concurren, además de los representantes de los poderes político y económico, aquellos sujetos de la democracia cuya función principal consiste precisamente en la promoción del pluralismo. Nos referimos a los intelectuales, uno de los sujetos de la intermediación democrática menos estudiados y cuya importancia resulta central para el mantenimiento del diálogo democrático. En el análisis de los sujetos de la intermediación democrática que se expresa a través del diálogo juegan un papel crucial los partidos políticos y otras organizaciones que no podemos pasar por alto, pero los intelectuales tienen una responsabilidad ética y política muy particular como propiciadores de la pluralidad, así como del consenso y el disenso que acompañan a los procesos de democratización. Para explorar, así sea brevemente, la relación de los intelectuales con el diálogo, el pluralismo y la democracia, es necesario hacer una doble distinción: una referida propiamente a la función que desempeñan los «hombres de razón» en la democracia, y otra enfocada a caracterizar los procesos social y políticamente significativos de aceptación o rechazo de un orden determinado. Los intelectuales pueden ser considerados como propiciadores del pluralismo desde el momento en que examinan críticamente los símbolos, los valores y, en general, la cultura cívica que se encuentra en la base de sustentación del orden social. Dicho de otro modo, los intelectuales son sujetos fundamentales de la intermediación democrática en la medida en que traducen los intereses que se encuentran presentes en los movimientos sociales al lenguaje de la decisión, interpretan tales decisiones para el público y, por lo tanto, mantienen una separación crítica entre los diferentes actores.26
Los intelectuales desempeñan, sobre todo hoy en día, una función vital en la formación de la denominada «opinión pública».27 En la medida en que ejercen el espíritu crítico intervienen de manera directa e indirecta en el proceso político. En efecto, los intelectuales desempeñan un papel fundamental en la evaluación de la política. Dicha evaluación se realiza desde diversas perspectivas y ámbitos de la sociedad civil, ya sea a nivel general o particular, a través de las universidades, los medios de comunicación, los partidos políticos o las organizaciones sindicales, por mencionar solamente algunos de los espacios más representativos. La variedad de posiciones ya es en sí misma un rasgo positivo, pero si además los intelectuales, dada su condición de tales, logran expresar de manera tolerante, moderada y racional estas posiciones, terminan estimulando el debate, el espacio público y la evaluación que la misma sociedad realiza acerca de la toma de decisiones políticamente significativas, al tiempo que envían un mensaje a la sociedad sobre la eficacia del diálogo. Eficacia porque en la medida en que existan canales para incorporar las demandas de la sociedad civil al ámbito institucional, el diálogo puede derivar en la gestión y la toma de decisiones vinculantes para la sociedad. La constitución de cuerpos colegiados representativos hace posible que las instituciones concreten los productos del diálogo. Esto es muy importante si consideramos que un régimen representa un conjunto de pautas conocidas, practicadas y aceptadas regularmente por el conjunto de los participantes en el proceso político.28
La existencia de una pluralidad de sujetos de la intermediación democrática resulta de fundamental importancia, ya que a través del diálogo se puede encontrar un equilibrio entre consenso y disenso, entre mayoría y minoría. Estos procesos de inclusión de la diversidad poseen un carácter dinámico que resulta vital para el perfeccionamiento de la democracia. Habrá, por supuesto, momentos de «intercambio favorable» y situaciones en las que puede imperar algún tipo de «desequilibrio». El riesgo que los distintos actores deben evitar es que tales desajustes imposibiliten la expresión de las demandas de los diferentes grupos en conflicto. La democracia privilegia los momentos de encuentro entre el consenso y el disenso, relacionándolos directamente con la capacidad del sistema para promover una serie de iniciativas que respondan eficientemente a las demandas que surgen de la convivencia social. La generación de expresiones de acuerdo o de discordancia también puede ser realizada por otros actores sociales de la democracia, entre los que destacan los grupos de opinión y de representación de los diversos intereses que conforman la sociedad civil. Sin embargo, resulta interesante señalar que el ámbito para evaluar en términos de acuerdo o desacuerdo la relación existente entre la sociedad civil (el lugar de las necesidades y de los intereses) y el Estado (la sede institucional de las respuestas) está representado, principalmente, por el proceso electoral, el cual puede ser considerado como el momento privilegiado --aunque no único-- en el que el consenso se renueva. Esto es importante dado que una de las condiciones necesarias para que este consenso sea una expresión vital de la sociedad es que se pueda renovar periódicamente. La pregunta que deriva de lo anterior es cuáles son los tipos de disenso y de consenso que pueden resultar particularmente favorables para la construcción y el fortalecimiento de la sociedad democrática. Intentemos algunas respuestas.
3.2. Elogio de la moderación
Como hemos visto, la mediación que se produce a través del diálogo de ningún modo elimina el conflicto. Debemos precisar que si bien resulta difícil dicha mediación, al mismo tiempo es indispensable para el fortalecimiento de lasociedad de los ciudadanos. En la medida en que la mediación prevalezca, el conflicto será «domesticado» por las instituciones, transformándose en algo socialmente útil. Es en este sentido que el diálogo puede transmutarse en la política de la convivencia en el conflicto, pero para que la mediación verdaderamente dé un paso adelante al propiciar acuerdos, es necesaria la moderación. Bobbio considera que esta última constituye una virtud social en la medida en que se funda en una buena disposición hacia los otros. Opuestas a la moderación aparecen la arrogancia y la prepotencia, las cuales obstaculizan el desarrollo del diálogo. La moderación resulta, en consecuencia, un valor ético que permite regular las pasiones humanas e impide «o la muerte de ambos o el triunfo de uno sobre el otro».29 La moderación atraviesa el territorio de la tolerancia y del respeto a las ideas y al modo de vivir de los otros ya que, en efecto, una situación de moderación existe sólo cuando el uno tolera al otro. La moderación, empero, exige reciprocidad. Ahora bien, los actores políticos, en tanto comprometidos con el orden político democrático, pueden operar como intermediarios entre el ciudadano y las diversas estructuras de representación, lo que fortalece los principios y valores democráticos y otorga al régimen la conformidad y el apoyo que, a su vez, pueden repercutir en el funcionamiento eficaz y en una mayor legitimidad de las instituciones políticas. En otras palabras, al exaltar las virtudes de la democracia, los distintos actores políticos fortalecen el desarrollo de una cultura ciudadana que contribuye innegablemente al incremento de la gobernabilidad. Es verdad que algunos actores políticos comparten más ampliamente los valores propios de este orden político, son más proclives a aprobar la manera cómo se ejerce el poder y se encuentran más dispuestos a difundir «discursos de aceptación». Sin embargo, también resulta necesaria la presencia de aquellos que disienten dentro de los marcos institucionales y que de manera pacífica estimulan los procesos de participación política que suelen encarnar en movimientos colectivos.
Diversos acontecimientos ocurridos durante los últimos años dejan entrever nuevos desafíos para la convivencia democrática. Entre estas transformaciones destacan las llamadas revoluciones democráticas de 1989, que anuncian cambios en el funcionamiento del diálogo como intermediación. A continuación analizaremos algunos de los desarrollos del diálogo que se requieren en los albores del siglo XXI.
IV. Nuevos desafíos del diálogo democrático al final del siglo
4.1. Las razones, los equívocos, las esperanzas
Para analizar los nuevos desafíos al diálogo como método de convivencia, es necesario reflexionar brevemente acerca de la influencia que sobre la democracia han tenido una serie de acontecimientos que han marcado irremediablemente el curso de la historia política reciente. Tales transformaciones han colocado al ejercicio del diálogo como una de las condiciones fundamentales para profundizar el proceso de democratización en nuestras sociedades. En efecto, en el actual contexto histórico, el diálogo se presenta como el método racional por excelencia para solucionar las controversias que enfrenta la democracia. Cuando hablamos de transformaciones nos referimos en especial al nuevo contexto generado por la caída del Muro de Berlín, las repercusiones de la reunificación alemana, la disgregación del imperio soviético, así como la tragedia yugoslava, entre otros. Dichos sucesos han representado una transformación radical de la mayoría de las certidumbres de que disponíamos, imponiéndonos una reinterpretación completa del pasado reciente. Las «revoluciones democráticas de 1989», en efecto, no sólo marcaron el final del comunismo histórico, entendido como un particular régimen político basado en una ideología que pretendía la emancipación humana, sino que también dieron paso a una serie de tensiones económicas, políticas, sociales y culturales que han alterado drásticamente los equilibrios tradicionales sobre los que se había cimentado el heterogéneo conjunto de las democracias occidentales.30 Quizás una de las principales novedades del actual momento radica en que nos enfrentamos a un horizonte en el que la democracia, con sus limitaciones e imperfecciones, reina prácticamente sin competencia como la «mejor forma de gobierno». Sin embargo, una vez muerto el antagonismo histórico que existió entre democracia y comunismo, nuevos desequilibrios han aparecido en la escena mundial. Algunos de los desafíos a los que la democracia habrá de dar respuesta tienen que ver con las tensiones surgidas en diversos ámbitos: desde los problemas representados por los binomios etnia-nación, público-privado, desarrollo sustentable-desarrollo ilimitado, hasta aquellos problemas que derivan de las tensiones entre pluralismo e individualismo y sobre todo entre ética y política. Estos espacios representan sólo algunos de los ámbitos que tendremos que considerar durante los próximos años bajo perspectivas originales y donde el ejercicio del diálogo recupera su utilidad práctica como método de mediación en el marco de la confrontación democrática.
La política mundial está entrando en una fase inédita en la cual las grandes divisiones que caracterizaron a la humanidad en términos de religión, lengua y tradición han aumentado en profundidad y en importancia. Incluso algunos autores como Samuel Huntington y Ralf Dahrendorf han sostenido la tesis de que el conflicto social en el futuro será, sobre todo, de tipo cultural. Como quiera que sea, es claro que los grandes desafíos que enfrenta la moderna convivencia civil en un ambiente de continuas fragmentaciones y de conflictos entre culturas sólo podrán encontrar adecuada respuesta si se reconoce que la democracia representa --a pesar de todo-- un punto de referencia imprescindible, ya sea sobre el plano de los valores o sobre la dimensión de las soluciones institucionales posibles. Y es aquí, en estos ámbitos, en donde la práctica del diálogo, de la tolerancia y del método de la persuasión aparecen como los únicos comportamientos civiles posibles a través de los cuales la democracia puede expandirse.31 La eventual expansión de la democracia a nuevas regiones del mundo tendría como condición necesaria la formulación de soluciones alternativas a los principales problemas de la convivencia que han aparecido en el final del siglo XX.
La fase de cambios que comenzó a desplegarse durante los últimos años de la década de los ochenta aceleró poderosamente un proceso de convergencia entre las diferentes formas de organización política hacia una cultura de la democracia, que asume como irrenunciables tanto el principio de la libertad entre individuos con iguales derechos, como el método de la convivencia civil y tolerante a través del coloquio entre las diferentes partes. Ejemplos de ello los podemos encontrar, con diversos matices, al analizar los sucesos que provocaron la caída de los autoritarismos, desde Europa Oriental (Checoeslovaquia y Alemania del Este en particular), hasta América Latina, _frica y Asia, los cuales han transitado hacia distintas formas de democracia. La fractura definitiva del llamado socialismo real colocó al régimen democrático como la única opción duradera en la que la diversidad, que es característica de las sociedades complejas, pudiese desplegarse en todos los órdenes. De ahí que el diálogo represente una práctica privilegiada en la búsqueda de soluciones a las controversias derivadas de la convivencia pluralista.
Muchas investigaciones recientes han demostrado que en aquellos países en donde el diálogo forma parte integrante y cotidiana de la cultura política ha sido posible el establecimiento de democracias con una gran estabilidad. El ejemplo más claro de esto quizás esté en los estudios del politólogo holandés Arend Lijphart acerca de las democracias consociativas. Según este autor, tales democracias se caracterizan, por una parte, por la existencia de sociedades plurales con profundas divisiones religiosas, étnicas, lingüísticas e ideológicas, en torno a las cuales se estructura una amplia gama de organizaciones políticas y sociales y, por otra parte, por la existencia de élites democráticas dispuestas al diálogo, es decir, a la cooperación y al acuerdo. Los casos que este autor estudia son, principalmente, Bélgica, Austria, Luxemburgo, Holanda y Suiza.32 Es claro, entonces, que frente al conflicto social moderno un tema que resulta fundamental para el análisis del futuro de la democracia es el referido justamente a las relaciones posibles entre la política y la cultura, que analizaremos a continuación.
4.2. La «crisis de las ideologías»
1989 representa en la historia contemporánea la fractura decisiva del conjunto de estructuras económicas, políticas y sociales del «bloque socialista». Esta ruptura tuvo, por lo menos, un doble significado: de un lado, representó un cambio cualitativo en los procedimientos a través de los cuales los diferentes actores políticos competían por el poder y, de otro, involucró a casi todos los ámbitos extra-políticos de la vida colectiva en la mayoría de los países que formaban parte de ese bloque. Muchas han sido las interpretaciones sobre los orígenes de este cambio: la falta de oposición y de capacidad autocorrectiva del sistema político; la violación sistemática de los derechos individuales; la ineficiencia económica de la planificación centralizada; el carácter totalizador de la ideología en el poder, así como la rigidez de las jerarquías y la ausencia del mercado. Culturalmente, la crisis de las ideologías es también una crisis de la convivencia. Es por esta razón que necesitamos reflexionar brevemente sobre la influencia que estos cambios han tenido en la revaloración del diálogo como método de convivencia en la democracia.
El horizonte es muy amplio como para pretender analizarlo pormenorizadamente. Aquí sólo haremos referencia a algunos de los cambios que el mencionado proceso ha generado en la relación entre política y cultura. El primer aspecto que llama la atención se refiere a las modalidades con las que los «profesionales de las ideas» han replanteado sus concepciones tradicionales sobre la importancia de su función y sobre el tipo de «compromiso» que les corresponde desempeñar en relación con las nuevas tensiones que se han trasladado al campo de la democracia. En efecto, los intelectuales han tenido que revisar las modalidades y la naturaleza de su participación política con miras a adecuarse a los nuevos reclamos. Entre los pensadores que han propuesto interesantes interpretaciones sobre esta problemática podemos mencionar a Claus Offe, Jürgen Habermas, François Furet, Ralf Dahrendorf, Sygmund Bauman, Michael Walzer y John Rawls, así como a Norberto Bobbio. Sus propuestas pueden ayudarnos a interpretar algunos de los desafíos que enfrenta la democracia hacia el final del milenio. De acuerdo con lo anterior, «el fracaso del socialismo sin libertad ha confirmado los derechos de libertad pero no el final del socialismo, ya que en donde se han desarrollado estos derechos se ha llegado inevitablemente a una lucha de intereses de la cual surge quien lucha por la superación de las desigualdades».33 A lo largo del presente trabajo hemos sostenido que la democracia representa la existencia de reglas y procedimientos para la búsqueda de soluciones a las controversias que naturalmente se producen en las sociedades pluralistas; se ha sostenido, también, la necesaria relatividad de los valores que debe prevalecer durante el intercambio de ideas, así como la imprescindible equidad que debe garantizar la coexistencia democrática. Por todo ello, se impone la necesidad de replantearnos cuál es el papel de la cultura en la formación de los nuevos «ideales y valores» con los que el régimen democrático deberá enfrentar los problemas de la convivencia humana que el socialismo realmente existente no logró resolver.
En efecto, muchos de los grandes problemas teóricos y políticos planteados por la crisis de la utopía comunista aún permanecen sin solución. Es necesario no perder de vista que actualmente es la propia democracia la que sufre por la ausencia de ideales colectivos con los cuales formular proyectos de largo plazo. No es suficiente saber qué cosa ha terminado; también es necesario preguntarse qué cosa está por iniciar. Después de la caída de la utopía de la sociedad sin clases, ¿existe todavía la necesidad de una nueva utopía entendida como una construcción racional proyectada hacia el futuro?, ¿permanece como insustituible un modelo en el cual la sociedad se encuentre guiada por ideales colectivos como la libertad, la equidad y la justicia social? Estas cuestiones son relevantes en la medida en que es necesario reconocer que ha aumentado la responsabilidad de la democracia frente a los problemas de la justicia, que reproducen, en una escala mucho mayor, los mismos problemas que en el siglo pasado dieran origen en el seno de los países industrializados a la preocupación por lo social y a los diferentes movimientos que se inspiraron en el socialismo y en el comunismo.
De esta manera, el complejo escenario que produjo la crisis de las ideologías ha hecho necesario, una vez más, revalorar la potencialidad del diálogo como el nuevo fundamento del intercambio cooperativo.
4.3. Los riesgos del «monólogo»
Es de sobra conocido que en la mayoría de las sociedades autoritarias el diálogo muchas veces es sustituido por el «monólogo», es decir, por la práctica que, traducida literalmente, se refiere al «hablar consigo mismo». El monólogo se impone cuando al exponer postulados políticos propios se excluye a los demás interlocutores, quienes con frecuencia dejan de ser adversarios para convertirse en enemigos irreconciliables a quienes se pretende eliminar.
A lo largo del siglo XX la existencia de distintas formas autocráticas de gobierno pretendieron, con diversos resultados, erigirse en la única representación política y social posible a partir de una concepción ideológica determinada que frecuentemente presumía de su total autosuficiencia. El nazismo, el fascismo y el estalinismo son ejemplos de ello.
Actualmente, nuevas intolerancias fundadas en cuestiones étnicas, raciales o religiosas han cristalizado en una serie de regímenes teocráticos y en fundamentalismos ideológicos que pretenden ocupar el espacio que el socialismo real dejó vacío. Dichos regímenes generalmente se caracterizan por evitar la expresión de aquellas manifestaciones culturales, sociales y políticas que son consideradas antagónicas por el simple hecho de que atentan contra las concepciones oficiales y los equilibrios imperantes. Nada se encuentra más alejado de una convivencia civilizada, sin embargo, que la pretensión del monopolio de la «verdad», así como la transmutación del diálogo en una exposición difamatoria que pretende descalificar al resto de los contendientes. Recientemente diversos autores han estudiado las manifestaciones del totalitarismo como un «mal absoluto» en la medida en que representa una «dominación total».34
V. La nueva función del diálogo en la democracia: la coexistencia cooperativa
5.1. El diálogo como acuerdo y convergencia
El diálogo es el método de la convivencia social más adecuado cuando la paz entre los contendientes es muy frágil, en contraposición a la violencia que, como bien sabemos, representa el principal enemigo del orden democrático. La finalidad del diálogo es establecer un pacto de conciliación de los intereses. El acuerdo y la convergencia hacen posible que ninguna posición se imponga sobre las otras. Debemos recordar que de la convergencia pueden surgir nuevas mayorías que ejercen su influencia en modo temporal. En la democracia ningún grupo es lo suficientemente predominante como para imponer a los otros su «proyecto ideal». La democracia representa la construcción de una convivencia civil sobre la base de la libre expresión de las ideas entre los distintos interlocutores. Es por ello que nos interesa resaltar aquella concepción de ciudadanía según la cual la política encuentra su auténtica expresión cada vez que los ciudadanos participan directa o indirectamente en un espacio público en el que se delibera y decide sobre cuestiones relacionadas con la colectividad. Por lo tanto, es posible sostener que la convivencia se basa en un acuerdo racional que permite transformar el punto de vista del «actor» en el del «espectador» y viceversa. En un sistema que se orienta a la equidad, la cooperación se encuentra circunscrita por reglas y procedimientos que gozan de reconocimiento público. En efecto, se considera que quien coopera acepta, al mismo tiempo, dichas reglas como válidas para regular su propia conducta y para recabar los beneficios esperados del intercambio. En esta perspectiva, las posiciones contrapuestas deben tratar de comprenderse, es decir, deben estar predispuestas para entender las razones de los otros y, de igual forma, deben hacer entender sus razones a los demás. En consecuencia, el objetivo principal del diálogo consiste en la búsqueda de un consenso capaz de valorar las distintas opciones.
En general, el diálogo adquiere singular relevancia en periodos de transición, ya que en ellos se establece una relación directa entre diálogo, consulta y decisión debido a que son las mismas reglas del juego las que se deben acordar. Por otra parte, en periodos de estabilidad política el diálogo permite mantener la gobernabilidad. Es necesario resaltarlo, ya que la ingobernabilidad conlleva riesgos como la pérdida del consenso, la explosión de particularismos corporativos y, en casos extremos, la fragmentación de las sociedades.
Un sistema político democrático se caracteriza por tolerar todos aquellos cambios de sus principios sustanciales que son compatibles con la conservación de las reglas del juego y, por lo tanto, de la gobernabilidad.35 En este sentido, las formas de gobierno democrático han hecho posible la coexistencia entre concepciones diversas de la política, las cuales confrontan sus diferentes puntos de vista mediante el diálogo. Cuando esta «intersección» se logra nos encontramos con una sociedad civil vigorosa, en la que coexisten diversos centros de poder, los que por definición no pueden ser homogéneos. La necesidad de edificar estos puentes para la construcción de una sociedad universal de ciudadanos es uno de los retos a los que se enfrenta la democracia. Significa la extensión y universalización de aquellos derechos y libertades de los ciudadanos que están garantizados por el régimen democrático. En este contexto se mantiene como un ideal la construcción de la ciudadanía universal de inspiración kantiana o de la ciudadanía abierta de inspiración popperiana, ya que si la ciudadanía fuese excluyente, terminaría por dañar su propio principio: la universalidad.
Como parte de la agenda democrática para el próximo siglo tiene sentido plantear la afirmación en todos los lugares del planeta de los derechos civiles y de la cooperación. La coexistencia cooperativa de identidades colectivas divergentes tiene que ver, para decirlo con John Rawls, con «la idea de la mutua compatibilidad entre el consenso y la convergencia sobre los valores políticos», y también con «la variedad y la divergencia entre nuestras perspectivas de valor, nuestras lealtades, nuestras adhesiones y nuestros compromisos».36 La coexistencia representa, en síntesis, un problema relativo a la cultura de la convivencia. Para que estas actitudes puedan desarrollarse resulta oportuno hacer algunos comentarios sobre el principio por excelencia de la convivencia democrática, la tolerancia.
5.2. Una sociedad fundada en el diálogo y la tolerancia
Es imposible pensar en una democracia en la que estén ausentes tanto la garantía de libre e irrestricta expresión como la confrontación de las distintas posiciones. El diálogo y la tolerancia son importantes porque ambos hacen referencia al problema de la libertad de los ciudadanos. El diálogo supone a la tolerancia como su medio de expresión natural en un orden democrático. Debemos recordar que el principio de la tolerancia encarna simultáneamente un precepto de la convivencia civil y un método para la solución pacífica de los conflictos. Así, mientras que el tolerante reconoce el derecho legítimo de expresión de quienes --por una u otra razón-- profesan puntos de vista que no son los suyos, el intolerante representa la voluntad autoritaria que no reconoce otro interlocutor que aquel que ha sido previamente determinado. El primero es representativo de la democracia mientras que el segundo lo es del autoritarismo.
La tolerancia encarna la búsqueda incansable de la necesaria compatibilidad entre posiciones diferentes, y se coloca, por lo tanto, en el ámbito de la ciudadanía cuando se presenta como un componente fundamental de la política que contribuye a privilegiar el método de la persuasión para la solución de los conflictos.
El diálogo, junto con la tolerancia, hace compatibles una pluralidad de principios de identidad que permiten la cooperación sin renunciar a las diferencias, generando los espacios en los cuales se construyen los acuerdos.
El diálogo promueve, en consecuencia, las diversas concepciones sin prescindir de las diferencias, sino por el contrario, incorporándolas. Es preciso subrayar que la ausencia de diálogo y de tolerancia no entraña sólo un problema de falta de respeto a las opiniones diversas sino, y sobre todo, su marginación y exclusión. Superar ambas es un desafío que tiene que ver, pues, con la extensión de los derechos de ciudadanía.
5.3. Cultura laica y pluralismo
Hemos venido insistiendo en que el establecimiento del diálogo significa la posibilidad de intercambiar posiciones encontradas acerca del desarrollo político de una determinada sociedad. También hemos subrayado que este intercambio debe realizarse entre los distintos sujetos con el objetivo de encontrar soluciones constructivas a los problemas. Es en tal contexto que resulta indispensable para el fortalecimiento de la democracia la búsqueda responsable de acuerdos. El compromiso en este sentido significa dejar de lado todo aquello que divide para concentrarse en lo que unifica a quienes se asocian.
El orden social pluralista, por otro lado, sólo puede desarrollarse en el contexto de una cultura política predispuesta a la cooperación y de una trama institucional --que incluye por supuesto a los partidos políticos-- permeada por la convicción de la utilidad del diálogo y la tolerancia. Pero no son éstos los únicos requisitos de un orden pluralista. Otros aspectos a tomar en cuenta son los niveles de alfabetización y la educación, así como el desarrollo de los medios de comunicación. Sin embargo, quizás el más importante en el plano social sea la ausencia de desigualdades económicas extremas. En efecto, la concentración de la riqueza, del estatus social, de los conocimientos y de los recursos coercitivos comúnmente está asociada a una igual concentración de los recursos políticos. De ahí que el diálogo de tipo democrático debe favorecer el derecho de los grupos con mayores desventajas a ser considerados como iguales en la búsqueda de soluciones a los problemas.
Los conceptos de pluralismo, igualdad y libertad forman parte de la concepción moderna de democracia, ya que fue la consolidación de las libertades ciudadanas lo que permitió la formación de una de las más altas expresiones del espíritu laico, el pensamiento crítico y la libre conciencia individual. Las virtudes del pensamiento laico son «el rigor, la tolerancia, la sabiduría. Son, por así decirlo, virtudes negativas que se resumen, sobre todo, en una: el no abusar de los demás».37 La cultura laica significa la exclusión de los dogmatismos y la independencia y ejercicio de la crítica.
Es mediante el diálogo que cada opción particular puede integrarse a una totalidad de opiniones diversas, las cuales pueden ser de tipo individual (personal y privado) o de tipo colectivo (público y social). En consecuencia, en un ambiente democrático las diferentes opiniones representan la manifestación de juicios de valor que se pueden modificar en la medida en que se transforman las circunstancias históricas, así como la expresión de formas variadas de disenso o de consenso. El papel de los medios de comunicación de masa adquiere una gran relevancia sobre todo porque la transmisión de mensajes a la opinión pública puede propiciar, pero eventualmente también inhibir, el diálogo entre interlocutores.
En relación con el problema de la opinión pública y de la información interesa subrayar la importancia de un acceso equitativo de los ciudadanos a una información pluralista. Las opiniones diversas surgen en espacios donde los ciudadanos se comunican libremente y cuentan conel derecho de manifestar públicamente sus propias ideas. Las opiniones políticas, por lo tanto, no pueden forjarse en privado, sino que se forman, se legitiman y se consolidan en un contexto de debate público y racional. La opinión pública en la democracia tiene una influencia directa sobre el ejercicio de la política y sobre los canales institucionales en los que ésta se expresa. Su carácter público estriba en que la política formulada de «común acuerdo» representa una instancia mediadora entre el Estado y la sociedad civil. De esta manera, «las opiniones políticas representativas emergen sólo cuando los ciudadanos tienen la posibilidad de confrontarse en un espacio público, examinando los problemas desde diversas perspectivas, modificando las opiniones precedentes y ampliando los propios puntos de vista hasta incorporar los de otros».38
En síntesis, diálogo y persuasión son consustanciales a la sociedad democrática y garantizan la libertad de los ciudadanos para elegir entre diversas opciones políticas y tratar de establecer un acuerdo racional. Frente al pensamiento dogmático e irracional, que elimina la duda y la necesidad de ponderar distintos argumentos, es preciso reivindicar el diálogo como uno de los valores fundamentales de la cultura política democrática, sin el cual es impensable la consolidación de una sociedad abierta.
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Sobre la autora
Laura Baca Olamendi es doctora en Historia de las Instituciones y de las Doctrinas Políticas por la Universidad de Turín, Italia. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesora-investigadora en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.
Entre sus últimas publicaciones se encuentran: «Bobbio y la virtud del diálogo democrático», en La Jornada Semanal, núm. 282, noviembre de 1994; «La concepción del intelectual en Norberto Bobbio», en Análisis Político, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Colombia, núm. 25, mayo-agosto de 1995. Ha traducido diversos trabajos del profesor Norberto Bobbio, entre los que se destacan: «Los intelectuales y el poder», en Nexos, núm. 195, marzo de 1994; y «El buen gobierno», en Crónica Legislativa, año IV, nueva época, octubre de 1994-marzo de 1995. Es autora del libro Norberto Bobbio y los intelectuales; la difícil disyuntiva ante el poder político, y compiladora del volumen Los intelectuales y los dilemas políticos en el siglo XX, ambos de próxima aparición.